El rojo es un color sagrado para los campesinos. Connota que un ayllu está en emergencia. Hoy, los collas no dejan de lado su preparación por la posible llegada de una guerra civil o regional. Las hondas y los fusiles Máuser son el armamento.
EN ALTIPLANO SE RESPIRA rebeldía por siglos. Los “ponchos rojos” son una expresión clara de esta historia. Guerreros míticos de los que prefieren no comentar las autoridades originarias, aunque hayan vuelto a la palestra pública —primero, al engrosar las filas del Ejército Guerrillero Túpac Katari (EGTK) a finales del anterior siglo en Achacachi, en la provincia Omasuyos— al haber resguardado al presidente Evo Morales en su posesión originaria el sábado 21 de enero en las ruinas de Tiwanaku.
El hermetismo no es gratuito. Tras bambalinas se teje un movimiento militar rústico, pero con disciplina táctica y de preparación. La Revista DOMINGO del periodico La Prensa contactó a dos de sus integrantes, Lino y Poncio —nombres ficticios para garantizar el anonimato de las fuentes—, que reclutaron a cincuenta nuevos “soldados” en el occidente. Hoy —aseguran—, los ayllus están en alerta ante las disputas regionales y una posible guerra civil. “Defenderemos el proceso de cambio. Los de la ciudad creen que somos cojudos, no es tan así”, sentencian.
Estado de emergencia
El ayllu es un sistema organizativo que prevalece desde la época incaica en suelo altiplánico. Un territorio donde predomina la propiedad y producción comunitarias de la tierra y que puede abarcar una o varias comunidades campesinas. Según el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu(CONAMAQ), hay más de 4.000 ayllus entre La Paz, Oruro y Potosí. Y el filósofo katarista Fernando Untoja señala que mediante el jilakata este modelo andino ejerce su rol religioso, económico, político y administrativo.
Cuando el conflicto ronda los ayllus, se activa la emergencia interna y éstos adoptan el calificativo de “rojos”. “Eso significa —establece Lino Villca— que los campesinos están preparados para cualquier ataque. Y si la situación es extrema, pueden llegar a ponerse su indumentaria más preciada: el poncho rojo. Esto sólo podría darse cuando estalle una guerra. Sin embargo, hasta ahora, no hubo un líder que nos guíe en todo esto, porque si no la revuelta de los comunarios puede ser fatal”.
Esta tradición tiene seguidores en las 20 provincias del altiplano, sobre todo en Camacho, Los Andes, Manco Kápac, Omasuyos y Pacajes. Y por ser una prenda excepcional, los ponchos rojos sólo aparecieron en los últimos tiempos por occidente durante la vigencia del EGTK de Felipe Quispe, en los años 80 y 90, y en los enfrentamientos entre campesinos y militares en Warisata, Achacachi y El Alto, entre septiembre y octubre de 2003.
“Esos días fueron difíciles —recuerda Poncio Choque—. Uno de nuestros hermanos murió en la lucha y el jilakata de mi ayllu nos dio la siguiente orden: ‘Entramos en acción si mueren dos más. Desempolven sus ponchos y armas’. Los compañeros pedían capturar turistas gringos para matarlos por venganza. En las reuniones también se llegó a plantear que se forme un grupo de choque para asesinar a varios ministros y luego beber su sangre. Uno no podría creer todo lo que se planeó hace dos años”.
Un poncho sagrado
Los originarios visten distintas capas de colores. Las encomendadas a confeccionarlas son: la madre —para los hijos solteros— y, primordialmente, las recién casadas, que tienen esa labor desde el primer día de convivencia, bajo pena de no ser consideradas “buenas mujeres” en el ayllu. Ellas deben renovar la indumentaria de sus esposos cuando los ponchos estén viejos. br>Los tonos preferidos son:
El rosado es empleado para las festividades de Carnaval, cuando la pareja visita a sus padrinos de casamiento para hacerles cargar pan e invitarles a comer cordero, ch’alla (bendecir) de agradecimiento para demostrarles que están “viviendo bien”.
El anaranjado es para actos internos en el ayllu.
El verde es anuncio de la época de siembra.
El noval (color tierra) es utilizado para el tiempo seco que llega después de la cosecha de papa o chuño.
El huayruro (rojo y negro) es usado para actos conmemorativos y religiosos, como los solsticios.
El poncho rojo
El poncho rojo es sacro por excelencia. Por ello, este tipo de vestido no puede ser hallado fácilmente para comprarlo. Es que la mujer debe tejerlo con amplia concentración e incluso ayunar para ello. “Generalmente lo hilan entre dos esposas —comenta Lino—. Ellas practican el ayni (Sistema de trabajo colla que consiste en la ayuda mutua entre familias), porque esta a necesita dos telares, o sea, tiene dos partes que al final se cosen. Debe pedirse a la Pachamama ('madre tierra' en idioma aymará) para que salga bien, porque, si no, eso puede vaticinar que el hombre no va a vivir mucho tiempo”.
Para este trabajo, la lana de oveja es teñida de rojo con colorantes especiales (tipo ocre) que son bendecidos y entregados por el kallawaya (médico naturista). “Se forma —relata Poncio— una especie de harina mezclada con agua hervida donde se pone la lana para luego secarla y formar pelotitas. En total, la confección de un poncho puede durar todo un año, tomando en cuenta que las esposas no hilan las 24 horas, sino que también siembran y realizan otras labores en la casa”.
Posteriormente, la túnica roja puede recibir otros “adornos”, como alguna tira azul en los bordes, en alusión a los laramas, que eran los científicos collas precolombinos que, con su bayeta azul, tenían el poder de hablar con la Pacha y de pronosticar cómo iba a ser la siembra durante décadas; o también puede colocarse una franja verde en el costado de la prenda, símbolo de la paz durante la siembra.
El poncho rojo puede ser usado por los jóvenes desde los 15 años, solamente en época de guerra. “Por eso —refiere Lino—, esta indumentaria es temida y las familias prefieren no tenerla. Y si un hermano viera a alguien con esta capa, se puede asustar y preguntarle qué problemas hay. Esta ropa es sagrada, para utilizarla se debe pedir permiso al jilakata, el capitán de todo lo que pasa en el ayllu y el que da la orden para usarla”.
El poncho color huayruru (rojo y negro)
No se debe confundir un poncho color rojo con uno de color huayruru. El rojo se utiliza solamente cuando hay guerra. El huayruru se la utiliza como se dijo en actos conmemorativos , desfiles, actos oficlaes, votaciones, elecciones, etc.
Estrategias de guerra
El jilakata, al mejor estilo militar, es también el que define la instrucción que recibirán los jóvenes del ayllu. Una preparación que se desarrolla en los cerros del altiplano, en una topografía rodeada de cuevas, pantanos, lagos y arboledas. El más conocido es K’alachaca ('Puente de piedra' en aymará), al ingreso de Achacachi, y que albergó el “cuartel” del mismo nombre, donde se entrenaban los “ayllus rojos” de Felipe Quispe. Un sitio donde, según los estantes de Omasuyos, siguen escuchándose disparos en los fines de semana.
“En cada ayllu —comenta Lino— no faltan montañas para los entrenamientos. Éstas son cuidadas por los pobladores, para que nadie suba, como sucede con el cerro P’oqe (cal), donde hay árboles para practicar puntería con hondas y armas. Pero K’alachaca es el mejor lugar, por las piedras rocosas que sirven para saltar y escalar con cuerdas. En mi unidad preferimos la colina Letanías de Viacha, donde ensayan los regimientos Bolívar y Motorizados”.
“En mi sección está el monte Suri ('flamenco' en aymara) —explica Poncio—, donde hay ríos, lugares angostos y cuevas para pasar la noche. También está el Beringila, allí realizamos prácticas de varios días, donde hay una apacheta (altar hecho de piedras) con un lago donde habitan aves para la comida, aparte del haba y el tostado que uno lleva. El Beringila sirve para pruebas de resistencia, donde se puede llegar a no comer nada durante cuatro jornadas. Hay que aguantar ese tiempo, así nomás se sabe si uno está preparado”.
Además, los “ponchos rojos” han logrado instituir tácticas de entrenamiento propias. Una se refiere al examen de largo aliento: trotar a la punta de una montaña. “El jilakata mayor se encarga de prender la brasa en la cima y antes de que el humo salga (señal de que el fuego se apaga), uno debe llegar a la meta. Los jóvenes tienen como media hora para cumplir este desafío. Uno no puede detenerse, si no, es retirado. Los que controlan esto en el camino son los sullkajilakatas (segundos en rango)”.
Otro ensayo se lo realiza cazando al zorro del monte. “Este animal es difícil de perseguir en la colina, pero sus pequeñas patas delanteras le perjudican en la parte baja. El reto de un grupo de diez ‘ponchos rojos’ es seguirlo. Uno termina completamente cansado. Al final, tras agarrar al zorro, se lo carnea y se prepara una comida, porque su carne es medicinal: santo remedio para los que padecen debilidad. Otra sopa que se prepara es de carne de añathuya ('zorrino') ayuda a uno para tener fuerzas y pensar mejor”.
También hay pruebas para aprender a contener la respiración. “El jilakata enciende fogatas en cien metros de camino y pone arbustos que apagan lentamente el fuego generando harta humareda. Así se forma un callejón por donde los practicantes deben entrar y salir a paso firme. El humo exige aguantar el aire durante cinco minutos.
Otro ejercicio es caminar o arrastrarse detrás de cientos de ovejas. Hay que avanzar sin tragar el polvo. Las autoridades nos enseñan esto para tolerar la polvareda que pueden levantar las bombas”.
En las lagunas y ríos de las montañas altiplánicas se practican más competencias. “La lucha no puede ser solamente en tierra seca, igual en agua y pantanos. Por ello, se trepa contracorriente entre cinco personas a la cumbre del caudal. El agua fría puede llegar hasta el cuello y ocasionar calambres. La maña está en avanzar lentamente, arrastrando los pies, sin levantarlos, porque de lo contrario la fuerza del río te lleva y uno puede jalar a los demás. Esta prueba dura como media hora”.
Entre los jilakatas hay otros métodos esotéricos. “Los abuelos nos han enseñado a hablar con la naturaleza. Hay posiciones corporales para lograr buena concentración y conseguir que el espíritu salga del cuerpo y vea lo que sucede en otro lugar. Nadie lo creería, pero, en caso de conflicto, las autoridades espirituales pueden realizar esto y ver quiénes o cuántos soldados se encuentran al otro lado de un cerro. Sólo es cuestión de concentrarse”, señala un mallku de la provincia Los Andes.
“Eso no es nada —continúa el jefe del ayllu entrevistado por la Revista DOMINGO de "La Prensa"—. Los guerreros campesinos deben aprender a sorprender al enemigo, y eso nos lo enseñaron los kallawayas (medicos collas). Podemos hacerles dormir de la siguiente forma: conseguimos un hueso del cementerio y lo molemos; pedimos a las pachas y las almas para que la poción brinde efecto. La soplamos cerca de la persona que atacamos, ésta se llenará de mala gana y se irá a dormir. Son secretos de nuestros antepasados”.
La rutina de entrenamiento es determinada en las reuniones de comienzos de año. “¡Tatanaca, mamanaca… jicha arumaja arst'asipjañaniwa jach'a sarnakawiñasata!...” ('¡Señores y señoras, esta noche trataremos de cosas importantes!...'), convoca el jilakata desde el promontorio de piedra situado en las plazas comunitarias. “El ayllu —dice Poncio—, silenciosa y educadamente, debe llegar a la escuela, donde la autoridad recuerda a las familias que los jóvenes deben estar listos. Allí se define si las prácticas van a ser una o dos o tres veces al mes. El cronograma debe ser respetado al pie de la letra”.
Piedras, hondas y armas
¿Con qué instrumentos practican los “ponchos rojos”? Los huecos dejados por los pájaros en árboles y paredes de los cerros son los primeros objetivos en la mira. “Los menores comienzan lanzando piedras con sus manos. Apuntan a los agujeros a 15 y 20 metros de distancia. Se pasa al manejo de la honda (k'urawa), y los tiros son desde unos cien metros. Todo esto es vigilado por el jilakata. Cuando se maneja de buena manera la curawa, se entrena con blancos móviles, como aves y vizcachas. Y luego con armas”.
En la cultura andina, el cuartel sirve para que el joven pase a la vida adulta y, sobre todo, adquiera conocimiento militar. “En Achacachi —rememora Lino—, el reservista que no llega a su comunidad con un arma robada no es considerado hombre y es avergonzado y castigado con la muerte civil y política. En mi ayllu de la provincia Los Andes, la misión es otra porque tenemos fusiles Máuser. Allí te piden municiones. Yo saqué cinco cajas de balas en mi estancia en el Regimiento Escuela de Infantería 21 Max Toledo de Viacha”.
Este batallón es el sitio predilecto de los campesinos. “En el Max Toledo —agrega Lino— hay galpones con escopetas y balas de la Guerra del Chaco, no hay control. Con esto se entrena en los ayllus. Algunos Máuser están fallados o chuecos, pero sólo requieren ser afinados en su puntería, hasta pescarle la dirección. Si hubiera un enfrentamiento, los campesinos podrían parar a los militares. Los gobiernos anteriores saben que en las comunidades hay armamento”.
Las dotes militares de los campesinos no se terminan allí. Incluso, según relatan autoridades de Los Andes, se lograron fabricar escopetas rudimentarias de 60 y 70 centímetros de largo, con tubos de acero y bujías que empujaban con un resorte duro la munición. “El problema — asegura el jilakata consultado— fue que estas armas no aguantaban más de tres tiros porque el cañón se reventaba. En Villa Adela hay un hermano que aprendió de esto tras su paso por la cárcel. Todos lo conocemos”.
No obstante, el Máuser es el arma de fuego más apreciada. “Nuestros abuelos nos han dejado este legado porque fueron a la Guerra del Chaco. En mi ayllu, cada uno de los nietos está al cargo de la limpieza del cañón, tal como nos enseñaron en el cuartel. Las armas están ocultas —revela Lino— en medio de los techos de paja de las casas de adobe o envueltas en nailon grueso en las chullpas (tumbas). El jilakata no habla de esto porque es confidencial. Él lleva la cuenta del armamento en su territorio y debe controlar el uso que se le da”.
¿Y los explosivos? Aunque no se crea, los ayllus han adquirido la capacidad de elaborarlos. “Desde mis antepasados se fabrican bombas para las fiestas —cuenta Poncio—. El encargado es conocido como ‘camarero’ y ameniza los prestes con estallidos. Éstos han ideado la forma de ‘taquear’ greda roja (wilañek’e) con un tubito de fierro de 20 a 25 centímetros de largo en un recipiente con pólvora y con una mecha de cinco a diez centímetros de extensión. Así se logra un explosivo más potente que la dinamita”.
La comparación no es gratuita. En el altiplano se ha llegado a conocer de dos “camareros” que quedaron inválidos por su peligrosa tarea festiva. “Uno se llamaba Modesto Mamani —sigue Poncio—, quien perdió el ojo, y otro fue Delfín Pocota, que perdió la mano. Los explosivos se construyen con la pólvora que consegue en El Alto. Los ‘camareros’ son cotizados y en los ayllus se aprende de ellos a calcular el tamaño de la mecha para dar en el blanco con la honda. Algo que toma años”.
El regimiento rojo
En las unidades de entrenamiento de los “ponchos rojos” del altiplano también se han insertado otras costumbres militares: las palabras clave (como ch’eje--gris--, “ni blanco ni negro”, que significa “estar en alerta”) o los “nombres de guerra”. Por eso, no faltan los Túpac, Zárate, Katari, Willca, Atahuallpa, Huáscar, Inti (Sol), Wara Wara (estrella), Pacha o Kápac. La mayoría de las veces, se realiza un ritual de iniciación (ofrenda) para bautizar al recluta, lo que está al cargo del jilakata y cuenta con la presencia de las demás autoridades del ayllu.
Pero, ¿cómo se conformaría el batallón en caso de un conflicto bélico? “Tenemos sangre guerrera —realza Lino—, por eso habría buena coordinación. Primero irían los jóvenes, el bloque de avanzada que se dividiría en tres ramas de ataque: taypi (centro), k’upi (derecha) y ch’eqa (izquierda). Una arremetida por tres flancos que sorprendería al enemigo. En el medio estaría el grupo de los hombres de 30 y 40 años de edad (sullk’iri). Y los más abuelos (40 y 50 años) se ubicarían en la retaguardia (kjepiri)”.
En cuanto a los grados jerárquicos, en el rango mayor se halla el jilakata, seguido por el sullkajilakata. “Éstos —añade Lino— se encargarían de la tropa completa y nombrarían comandantes para cada ayllu. Las mamat’allas (autoridades femeninas) también cumplirían funciones de apoyo. Luego estarían los yanapiris (ayudantes), colaboradores de los mandos superiores. Aparte, se hallarían los chasquis (mensajeros). Así se formarían el mayatama (tropa uno), payatama (tropa dos) y quimsatama (tropa tres): todo un aparato guerrero”.
Y la mujer también asumiría una función crucial en este cuadro. “Escuché al jilakata —relata Poncio— recomendar a las mujeres de mi ayllu que, en el momento en que sus esposos e hijos estén luchando, ellas deberán hacerles llegar su comida por lugares desconocidos. O sea, deberán alimentar a la tropa. Las tawaqu imillas (chiquillas de 13 y 15 años) ya están instruidas para esto. Incluso, en tiempos de guerra, la mujer mayor deberá vestir phullu (manta) roja o negra, porque su marido puede caer en cualquier momento en la batalla”.
Este procedimiento llegó a funcionar en las jornadas violentas de septiembre y octubre de 2003. Las esposas recolectaron productos en pirwas (casetas pequeñas de paja), de donde fueron sacando comida para dar de comer a los bloqueadores y marchistas andinos. “En esas fechas, mi ayllu tenía que acumular como dos arrobas diarias de chuño y trigo, y se logró cumplir con lo guardado en las pirwas. Fue un entrenamiento comunitario que demostró, sobre todo, que estamos preparados para la guerra”, culmina Poncio.
Lo descrito anteriormente explica el hermetismo de los jilakatas sobre el tema. “Usar poncho rojo significa ser el representante militar o policial. Los jóvenes no sabemos mucho de eso, sí nuestros abuelos”, dice con tono desconfiado y cauteloso Pedro Quispe, líder del ayllu Puchuqullu (Cerro sobrante) Alto, situado en Laja. “El poncho rojo se emplea en los conflictos graves, incluso en las peleas agrarias entre comunarios de provincias. Es para defendernos”, contrarresta el ex dirigente del comité de vigilancia de Laja Claudio Quispe.
Mientras, Lino y Poncio continúan su reclutamiento. Para ellos —y para otros “soldados” del altiplano—, la guerra está a la vuelta de la esquina. “Así es, hermano, la lucha de campesinos e indios está bien preparada. Ni en los cuarteles se entrena tanto”, comentan con ínfulas de superioridad. Dos “ponchos rojos” que alimentan ideológicamente a sus homólogos y que además cursaron en lo que llaman una “cuna de rebeldes”: la Universidad Tawantinsuyo, en Laja. Pero ésa es otra historia.
ver mas en: http://h1.ripway.com/achacachi/ponchorojo.htm
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